Erase una vez el humano, a quien se le puso entre ceja y ceja obtener el conocimiento, y viendo que éste no se dejaba, decidió inventárselo según la medida de su torpe pretensión. A partir de entonces, todo aquello que el humano proclama como conocimiento, que no es otra cosa que un conjunto de artefactos fruto de su propia frustración, pasó a ser objeto de culto, si es que se puede llamar así a tergiversaciones tan interesadas.
Gabriel